
Muchos días siento que voy por la vida con una nube personal que me sobrevuela. Adonde vaya me sigue y, como buena nube, me llueve, me nieva, me graniza, me truena. Se desplaza conmigo, persiguiéndome por doquier, alcanzándome con sus rayos y centellas, empapándome, enfermándome, deprimiéndome, ennegreciéndolo todo, entristeciéndome.
Corro cual maníaco cada día y no hay caso: No puedo encontrar lugar, nicho, recoveco, cueva, toldo o techo que me refugie de mi nube. Ni puedo salvarme de las lastimaduras que me genera. Solo yo la siento, la padezco. Nadie más que yo sufre por mi nube.
En algún punto – creo- nadie más la merece. Para mí, en mis peores días, la nube es invencible, inabarcable, infinita, eterna. La vivo, en parte, como si se tratara de una condena, de un castigo milenario, de magnitudes mitológicas. Soy una suerte de Prometeo atado a las rocas, condenado a padecer la cólera de Zeus por el resto de mis días.
Pero, otros días, veo; Que el piquete no me pasa sólo a mí, que hay otros y otras igualmente demorados en sus tareas, alienados en el subte, sin monedas para llamar, sin un peso a fin de mes. Que puedo elegir no sentarme debajo de la gotera que filtra en mi cuarto, que puedo apartarme y no hacerla el centro del universo, reconociéndola y al mismo tiempo, admirando todo lo que ya si salió bien, lo que ya si construí, lo que hoy tengo. Que siempre que llovió, paró y que la realidad no enferma, el que se enferma soy yo...
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